por Kadath » Jue Feb 26, 2004 1:28 pm
Keller recuerda con estremecimiento la entrevista con este jerarca, y sobre todo una frase que este pronunció al despedirse. “La Guerra no está terminada, esto es solo un intervalo”...
El joven Keller se quedó en Buenos Aires. Apoyado por sus amigos alemanes, estudió periodismo un par de años, estudios que después continuó en Chile, donde volvió empujado por una repentina enfermedad de su madre, la cuál se fue agravando, y que terminó por llevarla a la tumba a una temprana edad. Otro dolor más para Keller, que quedó solo en el mundo, pues su hermano se radicó definitivamente en Alemania. Todos estos acontecimientos justificaban el aire taciturno y la actitud melancólica y triste de mi amigo, “el Alemán”.
Transcurrió el tiempo y Keller tuvo que ir asumiendo su adultez, pero sin olvidar a su padre. Quedó con el convencimiento que la afirmación hecha por el jerarca alemán en Argentina fue solo un consuelo para calmar su dolorosa angustia. Keller se casó y formó un buen hogar, el que adornaban tres hermosos hijos.
Las conversaciones en las cuales “el Alemán” me refirió todos estos acontecimientos que jalonaban su existencia, desnudaron frente a mi a un gran ser humano, forjado en el sufrimiento, el dolor y la angustia, templando su carácter en la carencia del apoyo paterno. Sin embargo, él sabía llenar de amor a sus hijos, a quienes adoraba con devoción casi religiosa. Conocí este hogar y conocí esta familia, que vivía un poco apartada del mundo por el mismo modo de ser de Keller, que los criaba rodeados de un manto de protección frente al mundo exterior. Los conocí, y los llegué a querer.
La aventurera vida del periodismo antiguo en Chile me llevó a apartarme nuevamente de Keller, y por unos cuantos años no volví a saber de él. Sólo por referencia de colegas supe que mi amigo trabajaba en una importante revista económica de un país vecino.
Hace pocos años, una tarde de otoño, encaminé mis pasos a un céntrico bar de Santiago, que permanece como último bastión de la antigua bohemia santiaguina, manteniendo el mismo aspecto de cincuenta años. Un lugar donde el tiempo se detuvo, y puede uno saborear algo de lo poco auténtico que va quedando en Chile y que irremediablemente se nos va, en procura de transformarse en una mala copia norteamericana. Grande fue mi sorpresa al encontrarme parado frente a la barra a mi amigo Keller, al igual que yo canoso, con su cabeza plateada por el tiempo y con su peculiar aire melancólico acentuado, confiriéndole a su rostro un aspecto más doloroso que el habitual. Después de estrecharnos en un gran abrazo, nos dispusimos a contarnos nuestras vidas, al calor de un buen vino chileno.
Mi amigo “el Alemán” trató de desviar la conversación hacia tópicos generales, y ante mi insistencia en saber de su vida y de los suyos durante el tiempo en que no nos habíamos visto, me dijo: “Bueno amigo, solo por que se trata de tí, y porque es necesario que me desahogue con alguien, te voy a contar esto, que ni siquiera mi mujer sabe”.
Y continuó diciendo:
- Como tú recordarás, la última vez que nos vimos, yo estaba muy bien situado en la radio como jefe del departamento de prensa, con buena renta y una mejor estabilidad laboral. En un momento recibí una llamada de un hombre con marcado acento alemán, que concertó una entrevista conmigo. Una vez que conversé con ella, me manifestó que mi gran deseo se cumpliría, y que ellos posibilitarían el reencuentro con mi padre. En un principio sentí ganas de decirle que se olvidara de todo, pues a estas alturas mi padre era casi imposible que estuviera vivo, y por que esos fantasmas del pasado yo los tenía muy arrinconados en mi cerebro y mi corazón, sobre todo por mi familia, que era ahora el centro de mi vida. Pero concerté casi por cortesía un nuevo encuentro con este señor, y vinieron varias conversaciones más que me convencieron de la honestidad y rectitud de intenciones de esta persona, que además siempre hablaba de “nosotros”, como refiriéndose a una organización de personas. Sin darme cuenta me involucré en esta loca posibilidad de ver a un padre que a la sazón tendría alrededor de ochenta años.
Tuve que pedir un prolongado permiso en la radio, y acompañado de otro personaje me dirigí al sur de Chile, a la ciudad de Valdivia, donde estuvimos algunos días esperando a algunas personas. Cuando estas llegaron, nos dirigimos a Futrono, donde nos alojamos en una casa particular ubicada al interior de una hacienda. Desde allí, transcurridos algunos días en que los alemanes salían solos al campo, una mañana muy temprano abordamos un vehículo todo terreno en el cuál empezamos a subir hacia el oriente, y llegados a cierto lugar, muy amablemente mis acompañantes me dijeron que tenía que vendarme la vista, no sin cierto nerviosismo de mi parte. Permití que lo hicieran, y al cabo de media hora de viaje, sentí el clásico ruido del rotor de un helicóptero, y guiados por los alemanes abordé esta máquina, la que tras un corto vuelo se posó en tierra. Me bajaron y me sacaron la venda, y en ese momento pude darme cuenta que nos encontrábamos al lado de un lago, pero extrañamente, al mirar hacia el este, no se veían los clásicos picos nevados de la cordillera, por lo que supuse que se trataba de un lago a gran altura.
Traté de recorrer algo del lugar, pero sentía el apunamiento que produce el aire enrarecido de la altura, y calculé que me encontraba a una altura de unos cinco mil metros. Pasadas dos horas, desde el otro costado del lago aparecieron unas luces que hicieron señales estilo código morse. Mis rubios acompañantes contestaron las señales con unas potentes linternas. Las luces del lago se apagaron, y después de esto fue perfilándose nítidamente la figura de la parte anterior de un avión que avanzaba a ras de agua. Demoró casi diez minutos en estar frente a nosotros este aparato, que era como la cabina de un avión grande, con ventanillas pero sin cola, terminando en una extraña punta posterior redonda. De un lado se abrió una escotilla de la cuál salió una escalera flotante por la que empezaron a salir al exterior varias personas que vestían un uniforme desconocido para mí.
Yo estaba absolutamente emocionado, el corazón se me salía por la boca, sobre todo ante la idea de ver a mi padre. En total descendieron siete personas, y uno de ellos se dirigió directamente a mí, y una vez que estuvimos frente a frente, se cuadró militarmente y en perfecto castellano me dijo:
- Buenos días, soy tu padre.
Vacilé durante algunos minutos, pues frente a mí tenía a un hombre casi de mi edad. Yo lo miraba tembloroso sin poder decir nada, en cambio él fue variando de su expresión férrea, y sus ojos azules se llenaron de lágrimas. La emoción no me dejaba pensar, pero sentía claramente que era mi padre, aquél robusto hombre que más parecía mi hermano. Durante largos minutos no pude decir nada, solo repasaba en mi mente la foto tantas veces vista y tantas veces acariciada de ese padre joven que vestía uniforme de la aviación alemana, y que era todo mi contacto con el padre tan entrañablemente querido y tan afanosamente buscado. Luego nos abrazamos largamente, y ambos lloramos tantas lágrimas como para formar otro lago igual al que teníamos al lado.
Una vez producido el encuentro, mi padre entregó el mando de la nave a su segundo comandante, y premunido de papeles y dinero entregado por mis acompañantes, nos dirigimos a una ciudad del sur de Chile donde la colonia alemana es abundante, y desde allí a una hacienda cercana, donde todos los expedicionarios pasábamos como colonos chileno-alemanes.
Largo sería detallar todas las conversaciones con mi padre acerca de las miles de interrogantes que surgían de toda su vida posterior a su viaje a enrolarse en la aviación germana. Entre estas explicaciones, mi padre me dijo que cerca del final de la guerra fue llamado por sus superiores, y bajo juramento se le ordenaron algunas misiones en el sur de Argentina y Chile. Posteriormente, y de manera paulatina,. fue entrando en el secreto de lo que se trataba, y con dolor de su parte, pero viendo lo superior de la causa, tuvo que optar por dejar a su familia y entrar a formar parte de la seleccionada legión de militares alemanes de todas las armas que custodiarían al Fuhrer en su retiro a las profundidades de la tierra, mientras llegaba la hora de retornar a la superficie para implantar el Cuarto Reich, que gobernará por mil años sobre la Tierra.
Los primeros días estuve como embriagado, tratando de digerir con mente racional, de formación universitaria, todos estos acontecimientos extraordinarios, sobre todo si tomas en cuenta el componente emocional que estos sucesos tenían para mí. Finalmente asumí, y entendí, que este extraordinario hombre era mi verdadero padre, envuelto en todo su aventuresco acontecer, y yo, que lo había buscado una vida, tenía el privilegio de encontrarlo de nuevo, a una edad casi inferior a la mía. Pasamos varios días juntos, y en un período muy corto tuvimos dos encuentros más, en los que fui entendiendo las particulares condiciones en que mi padre vivía, y que le permitían conservar un estado físico de un adulto joven.
Inquirí mucho acerca de su situación, sobre todo por mi formación periodística, y siempre me encontré con un hermetismo sistemático que le permitía contestarme lo justo y lo necesario, a pesar de ser su hijo, y haberle jurado que jamás diría nada a nadie. Por fragmentos de la información que recogí, pude saber que las naves que ellos poseían hacían frecuentes incursiones en el sur chileno y argentino, que emergían a la superficie a través de los lagos, y que interactuaban con ciudades sumergidas en estas latitudes, donde se preparaban las legiones que implementarían la parte logística del Cuarto Reich. Pude relacionar de esta manera algunos extraños sucesos acaecidos en el sur con la fragmentada información que iba recibiendo, y a la vez correlacionando.
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