Hoy vamos a hablar de lo que es el fundamentalismo enfrentado a la tolerancia.
FUNDAMENTALISMO versus TOLERANCIA
En nuestro mundo occidental uno de los problemas que preocupa con mayor intensidad durante los últimos años del S. XX y primeros años del S. XXI es el del fundamentalismo. Nuestra Institución que se ha caracterizado desde sus inicios por la defensa de las libertades individuales, el amor fraterno, la igualdad y la solidaridad ha sido beligerante frente al absolutismo (dogmas, verdades absolutas, etc.) y ha trabajado intensamente para conseguir que sus miembros adquieran un nivel de mejora y desarrollo personal que les permita enfrentarse, individualmente, en su esfera de influencia a este enemigo secular de la Humanidad, y que hoy se centra en el fundamentalismo.
El fundamentalismo es un fenómeno, que a pesar de no haber alcanzado esta denominación hasta hace relativamente poco tiempo, ha existido desde muy antiguo bajo formas de actuación que podemos englobar plenamente dentro del concepto actual de fundamentalismo. Veamos, ahora, brevemente, cuales son las acepciones que actualmente pueden englobarse dentro del concepto de fundamentalismo y algunos ejemplos tanto antiguos como actuales.
La primera acepción de fundamentalismo, es aquella que responde a la corriente teológica de origen protestante, desarrollada en Estados Unidos en la segunda década del Siglo XX y que sólo admite el sentido literal de las Escrituras. El término “fundamentalismo” tiene su origen en una serie de panfletos publicados entre 1910 y 1915 en Estados Unidos, con el título “Los Fundamentos: un testimonio de la Verdad”. Los panfletos escritos por pastores protestantes se repartían gratuitamente entre las Iglesias y los seminarios, en contra de la pérdida de influencia de los principios evangélicos en América durante los primeros años del Siglo XX. Era la declaración cristiana de la verdad literal de la Biblia. Estas personas se consideraban guardianes de la verdad. Evidentemente esta acepción, origen del término fundamentalismo, nos resulta hoy de poca utilidad para comprender los fenómenos, que hoy día, son objeto de preocupación en buena parte del mundo.
La segunda acepción es aquella que nos indica la tendencia que manifiestan algunos adeptos de una religión determinada, para volver constantemente a aquello que consideran fundamental, originario. Para definir este fundamentalismo religioso existen distintas definiciones y sinónimos. Pensamos que nos puede resultar útil para perfilar este tipo de fundamentalismo la definición que nos da Ernerst Gellner, señalando que “la idea fundamental es que una fe determinada debe sostenerse firmemente en su forma completa y literal, sin concesiones, matizaciones, reinterpretaciones ni reducciones. Presupone que el núcleo de la religión es la doctrina y no el ritual, y también que esta doctrina puede establecerse con precisión y de modo determinante, lo cual, por lo demás, presupone la escritura”.
En el actual contexto de modernidad, entendemos como fundamentalismo religioso, “el conjunto de postulados que afirma la inamovilidad de la tradición, una infalibilidad de los textos sagrados como el Corán, la Torá o los Evangelios y un respeto irrestricto a las ceremonias litúrgicas” (importa más la letra de la ley que su espíritu). El fundamentalismo es la interpretación integrista de los textos de cualquier religión y su aplicación a una determinada realidad político – social. Ello puede aplicarse tanto para cristianos, como para judíos y musulmanes, así como para las distintas sectas que cuentan con su propio texto sagrado. En casi todas las religiones ha habido brotes de fundamentalismo. Así podemos observar como en el Judaísmo moderno hay corrientes fundamentalistas, los partidos religiosos de la derecha, que buscan extender la autoridad de la ley judaica en Israel y establecer un Estado basado en los textos legales apropiados, en este caso el Halakha. En su origen el fundamentalismo es un producto de las religiones monoteístas, pero no es algo exclusivo de ellas. En la India ha surgido un fuerte fundamentalismo hindú que busca establecer el Hindutva, un Estado hindú, y el Ramraja, un Estado basado en las enseñanzas del dios Rama. Tampoco el budismo ha sido inmune a estos fenómenos, como se ha puesto de manifiesto en la política de Sri Lanka
Siempre hubo quienes, invocando la palabra de Dios, pretendieron o pretenden imponer por la fuerza sus creencias a los demás y modelar la sociedad de acuerdo con sus fanatismos religiosos. En nombre de su concepto propio de virtud reclaman el derecho de controlar la vida de sus prójimos y de erigirse en jueces de sus opiniones, de modo que aquellos que no seguían o siguen sus preceptos merecían o merecen ser castigados.
La tercera acepción es aquella que nos señala que se trata de una tendencia política extremadamente conservadora. Muchas veces se acompaña de los adjetivos radical e integrista para calificar algunos movimientos fundamentalistas que usan el terrorismo y la violencia como medio de acción política. Esta tercera concepción del fundamentalismo, va muchas veces estrechamente ligada a la anterior, ya que en las conductas de determinados grupos existe una clara implicación entre religión y política, en su sentido más peyorativo, haciendo buena la afirmación que en la antigua Roma hizo Tito Lucrecia al afirmar que la Religión ha dado origen a hechos impíos y criminales.
El fundamentalista es una persona que adopta una visión exclusiva de la verdad, que le lleva a desarrollar una especie de fanatismo que le hace ver el mundo, fuera de su pequeño círculo, como enemigo. El fundamentalista se manifiesta como intransigente frente a la opinión, modo de vida, o cultura de los demás. El fundamentalista no razona, no evalúa, no dialoga. Su método exige consistencia con su verdad y simplicidad. La forma más común de fundamentalismo es el religioso.
La verdad religiosa, verdad de fe (ciega y cegadora), es la verdad máxima y absoluta, cuando no la única, que hay que proclamar, implantar y defender a toda costa; y en contra de la cual no puede erigirse ni permitirse error alguno. Y el error no tiene derecho a existir, debiendo ser erradicado cueste lo que cueste y por todos los medios posibles (el fin justifica los medios). De ahí que toda violencia “sagrada y divina” se justifica por sí y ante sí misma, sin importar las víctimas y los horrores que provoca. Así lo confirman todas las guerras santas, las cruzadas y las inquisiciones doctrinales de la historia.
El Fundamentalismo en el mundo contemporáneo está formado por una serie de movimientos que se caracterizan por tener en común dos elementos:
1) invocación de un retorno a los textos sagrados, leídos de forma literal
2) aplicación de esas doctrinas a la vida social y política.
Al tener estos movimientos fundamentalistas un importante componente de tipo político y social es necesario señalar algunas de sus características comunes, que le dan una cierta base de sustentación en su nacimiento y posterior desarrollo:
1) Todos estos movimientos pretenden hacer derivar su autoridad de una vuelta a los textos sagrados, a escritos que, según se afirma, derivan de Dios.
2) Todos estos movimientos pretenden de que a partir de los textos sagrados puede hallarse el modelo para la constitución de un Estado perfecto en el mundo actual.
3) Todos estos movimientos, a pesar de su aparente espiritualidad, aspiran sobre todo a una cosa: al poder social y político.
4) Todos estos movimientos son intolerantes y en gran medida de carácter antidemocrático. Rechazan las premisas de la política democrática, como la tolerancia y los derechos individuales y reivindican una autoridad que no deriva del pueblo; se trata de una autoridad derivada de la voluntad de Dios, inherente a las escrituras e interpretada por líderes autoelegidos y exclusivamente masculinos tanto si son clérigos como si no.
La explicación que podemos dar a los fundamentalismos actuales pueden resumirse en:
1) Como una vuelta, un renacer de algo que ya estaba, explicando este retorno por el renovado interés en los textos sagrados, a menudo derivado de cierto miedo a la corrupción o innovación dentro de la comunidad religiosa de que se trate. En muchos sentidos, este acercamiento a las escrituras del fundamentalismo corre parejo al enfoque tradicional del nacionalismo: las ideas, la doctrina, el pasado determinan en gran medida el presente. Proclaman que están volviendo a una interpretación “verdadera” y a un pasado que estuvo siempre allí, en un sentido casi arqueológico, esperando ser redescubierto.
2) Como reacción frente a los fracasos de un Estado secular modernizado que se considera corrupto, a menudo dictatorial e incapaz de resolver los problemas económicos y sociales. Son asimismo respuesta a auténticos problemas a los que se enfrentan esos países: urbanización masiva, desempleo, sensación de una dominación extranjera continua y ofrecen una solución simple y aparentemente clara a los problemas del mundo moderno: el Estado – Nación, el aparato estatal modernizado, las exigencias sociales y legales de ese Estado a sus ciudadanos.
Desde épocas muy pretéritas han existido grupos religiosos con actitudes que hoy calificaríamos de fundamentalistas como algún grupo judío, o como el grupo de “assasins” también en Oriente pero circunscritos a su propia comunidad y sin casi incidencia externa. Uno de los ejemplos más importante y quizás paradigmático de fundamentalismo religioso, en el campo católico, y de sus vinculaciones socio – políticas con influencia en toda la Europa cristiana y especialmente en España fue la creación de la Santa Inquisición, entendida inicialmente como un organismo eclesiástico que tenía como finalidad el velar por la pureza de la fe, investigando los errores y castigándolos públicamente.
El gran florecimiento de los movimientos cátaros de los Siglos XI – XII, así como otros movimientos espirituales y apocalípticos, determinó la urgencia de la función episcopal de velar por la conservación de la fe de la comunidad cristiana. En el contexto de la cruzada contra los albigenses, el Concilio de Tours (1163) determinó que las autoridades tenían la obligación de buscar a los herejes de su diócesis o territorio. Las primeras experiencias habidas en el territorio de Lenguadoc y la política represiva de Luís IX de Francia motivaron la bula papal de Lucio III dada en 1184 y que puede considerarse el documento fundacional de la Inquisición medieval. En ella se establecía la obligación de los obispos de visitar, con delegación pontificia, al menos dos veces al año su propia diócesis para buscar a los herejes, y absolverlos o castigarlos. Fue el IV Concilio de Letrán, el que determinó el fundamento de esta Institución y su procedimiento, siendo introducido por el poder civil, ante las vacilaciones de la curia romana, la pena del fuego, que posteriormente fue comúnmente aceptada.
El Decreto de Gregorio IX y los posteriores manuales de inquisidores – Nicolau Eimeric, Bernat Gui, Ramón de Penyafort- configuraron esta Institución judicial. La competencia, que inicialmente era la herejía, se extendió a otros campos, como la blasfemia, los excomulgados, las brujas, los pecados contra natura, el adulterio, el incesto, etc. El procedimiento podía empezar de forma diversa – denuncia, sospecha, opinión pública, etc.- y daba lugar al interrogatorio del inculpado, hecho en presencia de dos testigos, en el curso del cual podía ser sometido a tortura y encarcelado; la culpabilidad salía o bien de la propia acusación del acusado o bien del testimonio adverso de dos personas, dignas de fe, el nombre de las cuales era secreto y que debían ser castigadas con penas muy graves en caso de falso testimonio; reconocida la culpa, era convocado un jurado, representativo de los diversos estamentos, escuchado el cual el inquisidor dictaba la sentencia, y si era a la pena capital, el reo era librado al brazo secular para su ejecución, generalmente por fuego, del que no escapaban los cadáveres de los condenados ya difuntos; si el culpable era clérigo, se procedía previamente a su degradación. Las penas a imponer iban desde la prisión de por vida – que comportaba la confiscación de sus bienes- hasta peregrinaciones; la más leve consistía en ir vestido de una forma determinada, hecho que comportaba la infamia de la gente. La financiación provenía fundamentalmente del dinero de las multas y de la confiscación de bienes.
A finales del Siglo XV fue creado en Castilla un tribunal mixto, eclesiástico – civil, concedido por el Papa Sixto VI a los Reyes Isabel I de Castilla y Fernando II de Cataluña y Aragón para inquirir y castigar la herejía de los judaizantes (1478), con la finalidad de mantener la unidad religiosa, considerada entonces como un elemento primordial de la unidad política. Gradualmente esta Inquisición fue extendiendo, a lo largo de sus tres siglos y medio de existencia, su jurisdicción: vigilancia de los funcionarios reales (1490), moriscos (1492) apocalípticos (1500), sodomía y otros pecados de tipo sexual ((1504), independentistas navarros (1516), iluminados (1525), eramistas (1539), luteranos y protestantes en general (desde 1559), y vigilancia sobre los libros con edición de un Índice (1559 – 1790), puesto sucesivamente al día. A partir del Siglo XVII, a causa de su vinculación con el estado, se extendió a jansenistas, francmasones, filósofos, librepensadores y revolucionarios liberales. Las primeras supresiones de la misma, en España, tuvieron lugar en el S. XIX por parte de José I Bonaparte (1808) y las Cortes de Cádiz (1813), que la substituyeron por unos tribunales eclesiásticos dictaminadores del delito, que libraban al culpable a un tribunal civil; restablecida de nuevo la Inquisición por Fernando VII (1814), fue nuevamente suprimida en el Trienio Liberal (1820) y su no instauración durante la Década Ominosa llevó a la creación de las juntas de fe. El 15 de julio de 1834, la regente María Cristina abolió definitivamente el tribunal de la Inquisición.
A pesar de la abolición del tribunal de la Inquisición, los valores que éste defendía continuaron subyacentes en España, manteniéndose la estrecha relación entre concepción religiosa y civil para la defensa a ultranza de valores absolutos. En épocas recientes podemos encontrar en libros de texto infantiles afirmaciones como la siguiente: “un Caudillo es un don que Dios hace a las naciones que lo merecen y la nación lo acepta como un enviado que lleva a cabo el plan divino de asegurar la salvación de la patria” o intervenciones en las Cortes franquistas como la realizada por Carrero Blanco que señalaba que “Dios nos ha concedido la inmensa gracia de un Caudillo excepcional a quien sólo podemos juzgar como uno de esos dones que, para un propósito realmente grande, la Providencia concede a las naciones cada tres o cuatro siglos”.
En la actualidad, en nuestro mundo occidental, hablamos del fundamentalismo o integrismo islámico como uno de los mayores problemas existentes. Este fundamentalismo vio la luz en unos años preñados de utopías y ensoñaciones totalitarias, de promesas de paraísos y filas cerradas de poder absoluto. En muchos aspectos era un fascismo a la musulmana, pues coincidía en el rigorismo moral y en el retorno a los fundamentos, a épocas pretéritas, así como en el antisemitismo (antes de que los judíos recalaran en Oriente Medio), pero tenían un componente internacionalista frente a la fragmentación nacionalista, semejante al marxismo – leninismo. Ambos totalitarismos coincidían en su aversión a la pluralidad, a la democracia y a los valores occidentales de libertad personal.
Nació en Egipto en 1928 con la creación de los Hermanos Musulmanes, en parte como reacción a la victoria de Ataturk en Turquía en 1924 que impuso una estructura laica con separación entre Iglesia y Estado y el derrocamiento del califato otomano. Se marcó como objetivo primordial el separar antagónicamente a las personas en dos categorías mutuamente excluyentes en función de ubicarlos según el Bien o el Mal, y el Islam y no Islam. Era un tipo de fundamentalismo providencialista, cuyo sentido llevó en su día a la puesta en marcha de la Inquisición en España, con el sencillo mensaje de que la pureza religiosa traería los beneficios de la omnipotencia divina. De hecho, la clave del activismo propuesto era una relectura universal del “takfir”, el anatema o declaración de impío, por el que se declara a una persona falso musulmán. El creyente tiene la obligación de matarle y considerando al laicismo como una herencia del colonialismo occidental.
El objetivo de este fundamentalismo o integrismo es la implantación de un estado teocrático, reclamando que la autoridad debe asentarse sobre una tradición sagrada que debe ser reinstaurada como un antídoto para una sociedad que se ha desviado de sus legados culturales y que pretende dar una respuesta a la globalización. Sin embargo debemos recalcar que no podemos mezclar el Islam, una religión como todas las religiones, con el integrismo. Pero decir terrorismo es decir fanatismo. En el Corán, el buen Dios no habla de matar.
Como señala Eugenio Trías, tanto el fenómeno del integrismo, islámico, judío o cristiano, como el general interés por las religiones orientales dentro del ámbito occidental, o el despertar de las grandes religiones históricas, desde el hinduismo en todas sus formas hasta el Islam, todo ello es índice de un interés creciente por lo religioso. El final de la Guerra Fría parece sustituir el registro ideológico como lugar en donde se articulan y anudan las convicciones y los conflictos por el registro religioso. Como si la etapa de supremacía de las ideologías hubiese dejado terreno expedito, de nuevo, al resurgimiento de las grandes religiones.
Para combatir al fundamentalismo es necesario eliminar algunas de las causas que lo favorecen, pero especialmente desarrollar al máximo el tolerantismo, es decir, el hábito de respetar las opiniones, en cualquier materia, y permitir el libre ejercicio de todo culto.
La Francmasonería es una Institución que tiene como uno de sus objetivos el de inculcar en sus miembros el desarrollo de la tolerancia, manifestando esta finalidad tanto en sus reuniones como en la presentación y profundización del valor de determinados símbolos que maneja.
La Tolerancia es la capacidad de conceder la misma importancia a la forma de ser, de pensar y de vivir de los demás que a nuestra propia manera de ser, de pensar y de vivir. Si comprendemos que nuestras creencias y costumbres no son ni mejores ni peores que las de otras personas, sino simplemente distintas, estaremos respetando a los demás. No es preciso compartir una opinión para ser capaz de considerarla tan válida como cualquier otra. Lo que hace falta es ponerse en el lugar de los demás. Desde cada perspectiva, las cosas se perciben de una manera distinta. Por eso, analizar, en grupo, una situación, escuchando la opinión de cada miembro del mismo, nos permite valorarla mejor. Compartir las diferencias nos enriquece. Dejar pasar actitudes desconsideradas e injustas es una manera indirecta de no respetar a quien las sufre. Por eso, ser tolerante es también definirse, dar un paso al frente, hacer una opción por la justicia y la paz.
Desde siempre ha habido personajes que han apostado claramente por la Tolerancia; por ejemplo Confucio soñó con una época de tolerancia universal en la que los ancianos vivirían tranquilos sus últimos días; los niños crecerían sanos; los viudos, las viudas, los huérfanos, los desamparados, los débiles y los enfermos encontrarían amparo; los hombres tendrían trabajo, y las mujeres hogar; no harían falta cerraduras, pues no habría bandidos ni ladrones, y se dejarían abiertas las puertas exteriores. Esto se llamaría la gran comunidad. Otras pensadores manifiestan estos mismos aspectos en frases como la de Georg Christopf Licchtenberg que señala “concede a tu espíritu el hábito de la duda, y a tu corazón, el de la tolerancia”, o la de Antonio Machado que afirma el “que dos y dos sean necesariamente cuatro, es una opinión que muchos compartimos. Pero si alguien sinceramente piensa otra cosa, que lo diga. Aquí no nos asombramos de nada”.
El mundo sueña con la tolerancia desde que es mundo, quizá porque se trata de una conquista que brilla a la vez por su presencia y por su ausencia. Se ha dicho que la tolerancia es fácil de aplaudir, difícil de practicar, y muy difícil de explicar. Aparece como una noción escurridiza que, ya de entrada, presenta dos significaciones bien distintas: permitir el mal y respetar la diversidad
Si analizamos las distintas acepciones existentes en relación con el término Tolerancia, podemos señalar como más relevantes, para el objetivo que nos ocupa, las dos siguientes:
- Aquella que en un sentido específico señala que la tolerancia consiste en permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente, es decir, “permitir el mal sin aprobarlo”. Este punto de vista de hacer la “vista gorda” es recogido por algunos representantes religiosos con la justificación de plantearse el problema moral del mal menor. Podemos dejar pasar algo por alto si con ello evitamos que se produzca un mal mayor, lo que puede incluso llevar al extremo de calificar determinadas agresiones como justificadas.
Los clásicos llamaron clemencia a la tolerancia política. Séneca escribió el tratado “De clementia” para influir sobre un Nerón que empezaba a mostrar su cara intolerante. Decidir cuándo y cómo conviene hacer “la vista gorda” es un arte difícil, que exige conocer a fondo la situación, evaluar lo que está en juego, sopesar los pros y los contras, anticipar las consecuencias, pedir consejo y tomar una decisión. Está en juego el propio prestigio de la autoridad, la posible interpretación de la tolerancia como debilidad o indiferencia, la creación de precedentes peligrosos. Por ello, el ejercicio de la tolerancia se ha considerado siempre como una manifestación muy difícil de prudencia en el arte de gobernar.
Hay una tolerancia propia del que exige sus derechos. ¿Cuándo se debe tolerar algo? La respuesta genérica es: siempre que, de no hacerlo, se estime que ha de ser peor el remedio que la enfermedad. Se debe permitir un mal cuando se piense que impedirlo provocará un mal mayor o impedirá un bien superior. Pero la aplicación de este criterio no es nada fácil. Hay dos evidencias claras: que hay que ejercer la tolerancia, y que no todo puede tolerarse. Compaginar ambas evidencias es un arduo problema, pero siempre debemos tener como guía el respeto escrupuloso a los Derechos Humanos.
- Aquella que en un sentido amplio señala que la tolerancia es la actitud de alguien que admite, en los otros, formas de pensar y de vivir diferentes de las suyas, respetando la diversidad; esta forma de tolerancia puede a su vez manifestarse de forma pasiva, con concepciones como la de “vive y deja vivir” o de forma activa mediante el desarrollo de la solidaridad y la benevolencia.
Esta segunda acepción de tolerancia como “respeto a la diversidad” remarca que se trata de una actitud de consideración hacia la diferencia, de una disposición a admitir en los demás una manera de ser y de obrar distinta de la propia, de la aceptación del pluralismo. Ya no es permitir un mal sino aceptar puntos de vista diferentes y legítimos, ceder en un conflicto de intereses justos. Y como los conflictos y las violencias son la actualidad diaria, la tolerancia es un valor que necesaria y urgentemente hay que promover, no sólo en su faceta pasiva sino en su forma activa, que como hemos indicado, comporta solidaridad; se trata de una actitud positiva que se llamó desde antiguo benevolencia. De ahí que pienso que debemos promocionar más la sentencia de Séneca de que “el hombre es cosa sagrada para el hombre” que no la de Hobbes que indica que el “hombre es un lobo para el hombre”. La benevolencia nos prohíbe ser altaneros y ásperos, nos enseña que un hombre no debe servirse abusivamente de otro hombre y nos invita a ser afables y serviciales en palabras, hechos y sentimientos.
En sus Pensamientos, el emperador Marco Aurelio nos confía que “hemos nacido para una tarea común, como los pies, como las manos, como los párpados, como las hileras de dientes superiores e inferiores. De modo que obrar unos contra otros va contra la naturaleza”. Igual que nuestros cuerpos están formados por miembros diferentes, la sociedad está integrada por muchas personas diferentes, pero todas llamadas a una misma colaboración. Por eso, “a los hombres con los que te ha tocado vivir, estímalos, pero de verdad”. Esta comprensión hacia todos debe llevarnos a pasar por alto lo molesto y desagradable, no con desprecio, sino con intención positiva: “si puedes, corrígele con tu enseñanza, si no, recuerda que para ello se te ha dado la benevolencia. También los dioses son benevolentes con los incorregibles”. Con resonancias socráticas, Marco Aurelio también dirá que “se ultraja a sí mismo el hombre que se irrita con otro, el que vuelve las espaldas o es hostil a alguien”.
En estos años de fervor tolerante apreciamos en la tolerancia tres patologías:
- Primera. El abuso de la palabra. La eficacia de un consejo está en relación inversa al número de veces que se repita. La tolerancia puede aburrirnos por saturación, devaluarse por tanta repetición y manoseo. La sensibilidad puede estragarse por sobredosis. Además, en la tolerancia se cumple el refrán “del dicho al hecho hay un trecho”. Es decir, si sólo hay declaración de buenas intenciones, sólo habrá palabrería ineficaz.
- Segunda. La intolerancia enmascarada. Debajo de muchas exhibiciones de tolerancia se esconde la paradoja del “dime de qué presumes y te diré de qué careces”.
- Tercera. El permisivismo. Este falseamiento de un relativismo sin valores que tiene sus más graves consecuencias en el ámbito de la educación.
La Francmasonería, ha hecho suyo y lo tiene como valor primordial, este segundo tipo de Tolerancia, considerándose como uno de los pilares fundamentales de la Institución, indicando en la representación del suelo de la Logia mediante el pavimento mosaico, que la existencia de elementos contrapuestos no significa necesariamente antagonismo, sino complementariedad y no exclusión de nadie, lo que hace que las opiniones de todos resulten necesarias para ir progresando.
Las manifestaciones de algunos Hermanos inciden plenamente en esta necesidad de inculcar el valor de la tolerancia, así Voltaire, al finalizar su Tratado sobre la misma, eleva una oración en la que pide a Dios que nos ayudemos unos a otros a soportar la carga de una existencia penosa y pasajera; que las pequeñas diversidades entre los vestidos que cubren nuestros débiles cuerpos, entre todas nuestras insuficientes lenguas, entre todos nuestros ridículos usos, entre todas nuestras imperfectas leyes, entre todas nuestras sensatas opiniones, no sean motivo de odio y de persecución y el cineasta Charles Chaplin al final de su película “El Gran Dictador” entre otras cosas dice: “Me gustaría ayudar a todo el mundo si fuese posible: a los judíos y a los gentiles, a los negros y a los blancos (…) La vida puede ser libre y bella, pero necesitamos humanidad ante las máquinas, bondad y dulzura antes que inteligencia (…) No tenemos ganas de odiarnos y despreciarnos; en este mundo hay sitio para todos (…) Luchemos por abolir las barreras entre las naciones, por terminar con la rapacidad, el odio y la intolerancia (…) Las nubes se disipan, el sol asoma, surgimos de las tinieblas a la luz, penetramos en un mundo nuevo, un mundo mejor, en el que los hombres vencerán su rapacidad, su odio y su brutalidad”.
Para terminar me gustaría citar a Lamartine, una persona no iniciada en la Francmasonería pero que en Septiembre de 1848 dirigió las siguientes palabras a la Institución Francmasónica reconociendo el papel que la misma desempeña en el desarrollo de los valores y de la concordia humana. “Vosotros no sois, según mi modo de ver, más que los grandes eclécticos del mundo moderno; tomáis, en cualquier tiempo, en todos los países, en todos los sistemas, en todas las filosofías, los principios evidentes, eternos e inmutables de la moral y hacéis de ellos el dogma infalible y unánime de la fraternidad. Separáis todo aquello que divide a los espíritus, profesáis todo aquello que une a los corazones, sois los fabricantes de la concordia. Echáis con vuestras paletas la argamasa de la virtud en los fundamentos de la sociedad”.
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