El simbolo, el mito y la religion en lo fantastico

Mitos, leyendas y ritos de todas partes del mundo.

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El simbolo, el mito y la religion en lo fantastico

Notapor angel alvarez » Vie Jun 02, 2006 9:15 am

Adjunto un artículo al que he hecho referencia en varias ocasiones.

Fuente: http://foster.20megsfree.com/112.htm

El simbolo, el mito y la religion en lo fantastico

Isidro Palacios


Apología de la barbarie

La realidad urbana en que vivimos ha empequeñecido el mundo y lo ha estrechado. El cielo, el infierno, la naturaleza, el héroe y sus pruebas, los silfos, las hadas... Todo eso fue sacado y relegado a un más allá de la civilización, de la ciudad, tachándolo de primitivismo. Aquellos que siguieron creyendo en tales realidades y sus herederos no han tenido por menos que aceptar ser los nuevos bárbaros. Pero he aquí que ese mundo bárbaro pugna ahora por volver y se levanta arremetiendo contra los valores y el estilo de la urbe, a la que conciben como el virus que hay que matar o destruir culturalmente. Nuestra época parece ser, por ello, una nueva edad de frontera: un tránsito hacia tiempos nuevos, cargado de signos apocalípticos. Veamos cómo nos anuncia la literatura fantástica, los movimientos marginales de la urbe y las apariciones de lo misterioso. Es el tiempo de la postmodernidad.



El símbolo, el mito y la religión en lo fantástico

Si el mundo moderno consiguiera demostrar que lo fantástico es un capricho de la mente, desligada de la verdad, habría conseguido derrotar a esta literatura. Pero... ¿lograron acaso vencer los troyanos a los aqueos aceptando, dentro de los muros de la ciudad de Troya, el Caballo de madera imaginado por Ulises? Aquel ingenio, en cambio, demostró ser el portador de una cruda realidad. El "Caballo de Troya" llevaba dentro los gérmenes de la destrucción de la ciudad. Así es la literatura fantástica, aparentemente falsa, pero que en su vientre atesora la verdad dura y esperada, según el bando en el que cada uno se encuentra. Y ya es tarde para sacarla fuera, es tarde para que prenda en la sociedad contemporánea la alarma, pues los habitantes de la urbe están -cercana ya la noche- demasiado despreocupados y con escasísima vigilancia, preparando la nueva era de ociosidad absoluta, de fiesta sin entraña, de la servidumbre del placer indomado: la última etapa de la decadencia que precede al derrumbe... y a la instauración de lo nuevo.



La verdad, la razón y la imagen

Partamos reconociendo que la literatura fantástica es portadora de la verdad ingeniosamente encubierta. Dicho de otra manera: la astucia de lo real frente a un mundo falso. Si los escritores de lo fantástico perdieran esta noción, su literatura "languidecería o se convertiría en morbosa ilusión" (Tolkien). Y los lectores habrían dejado de percibir la verdad.

La imagen es el rasgo elemental que domina a este tipo de literatura. Realmente tiene muy poco que ver con el relato especulativo, aunque lo fantástico no excluya a la razón. A este respecto, tenemos una frase de Tolkien que nos conviene citar aquí. Dice así: "la fantasía es una actividad natural de la mente humana, la cual ciertamente no destruye, ni menos ofende a la razón... -y concluye-: cuanto más aguda y clara es la razón, mejores fantasías producirá. No es, por tanto, esta literatura, irracional, ni irracionalistas los que creen en ella y la siguen. Pero tampoco es racionalista porque su actividad está inspirada, y debe su conocimiento a la visión de una realidad extrarracional y suprarracional. Imagen no es alucinación artificial, sueño del pensamiento, codicia del "yo" individual, ni invención. No toda la literatura que rinde culto a la imagen quiere decir "imaginaria", sino sencillamente la visualización de lo escondido y lo oculto, de lo superior y de lo inferior invisibles. Estamos, por consiguiente, ante el hecho simbólico. Y símbolo significa manifestación de la realidad completa; expresión hasta de lo más inefable; doctrina de la totalidad; entrada a toda la creación, o camino cierto hacia el espíritu; arma y defensa frente a la ignorancia y a la esclavización.

De esta concepción de la imagen nace una de las causas de choque con el mundo de nuestro tiempo, que vive en la prisión estrecha de su propio racionalismo. Sobre cuya base, no sólo ha pretendido fundamentar toda suerte de utopías y errores (racionalización de la economía o capitalismo, urbanización del mundo, igualitarismo, masificación e individualismo...), sino que ha intentado e intenta también -mediante la parapsicología- circundar y limitar lo infinito, explicar lo inexplicable y razonar lo que no alcanza. De ahí que nuestra civilización presente haya condenado a los hombres a un cerramiento en el ámbito de sus vidas, a una limitación en todo: en sabiduría y en existencia, justo lo contrario de lo que, según parece, pretendía el racionalismo con su revolución. La imagen, en cambio, nos facilita la comprensión de un mundo totalmente abierto. Fantasía, escribía Michael Ende en su Historia Interminable, es un Reino sin fronteras. Y esto es así, porque el símbolo es una maravilla sin peso, un testimonio alado, que se puede elevar y remontar a la altura que quiera y posar o penetrar en cualquier lugar. Por eso la inteligencia pura, con el símbolo, puede acceder o lograr la más alta, certera y eminente realidad de todas las cosas y hacer entenderlas a la razón, si esta vive dispuesta a alzarse, mediante el símbolo o la imagen, por encima de sí misma. Hemos llegado ya, con lo hasta aquí expuesto, a una de las principales oposiciones que tiene la literatura fantástica en relación con la actual sociedad: frente a un espacio y tiempo cerrados, lo fantástico defiende una vida abierta y libre. ¿Comprenderemos ahora, en esta aproximación, las palabras de Tolkien cuando se refería a lo fantástico como a la evasión del prisionero? Tanto Tarzán, Conan, como los bárbaros de antaño, nunca renunciaron para siempre a los espacios abiertos, a la naturaleza. Los autores de esta literatura nos conducen a situar de nuevo, en el centro de nuestra mente, el Monasterio, el Castillo y el Bosque, con todos sus pobladores: ermitaños, magos, caballeros, duendes, elfos, hadas, dragones..., y nos recuerdan que las fuerzas tenebrosas nos acechan y nos esclavizan en nuestras ciudades. Lo abierto del símbolo o de la imagen frente a la limitación e ignorancia del exclusivismo racionalista, como resumen.



Mito y Religión: la edad media

Estamos de acuerdo con Alex Voglino cuando dice que lo fantástico es discurso mítico; sin embargo, su apreciación es incompleta ya que también es discurso religioso. En efecto, la literatura fantástica participa, a la vez, de ambos elementos. Por un lado del Mito, que señala una presencia real de lo sagrado en el mundo, penetrándolo en sentido inmanente y trascendiéndolo hacia un más allá. Es el espíritu en libre trasiego, cuya visión, empapándolo todo, se percibe sin interrupción. Dicho de otra manera: el Mito hace de cada lugar un templo, de cada árbol, de cada monte, de cada mar, una imagen sagrada y, asimismo, de cada uno de los días una fiesta. Es el paraíso del mundo identificado con el Paraíso Terrenal; es la aceptación del Cosmos, de la Naturaleza, como Creación divina y donde todo acto humano no se concibe sino como una continuidad del hecho creador, esto es, como una re-creación. Es, en fin, el orden de la transparencia cristalina entre lo visible y lo invisible. Es la vida que nos hace entrega de la solución antes de que el problema se haya, tan siquiera, planteado. Por eso el Mito es anterior a la Filosofía, porque nada tiene que ver con la existencia de la duda que se resuelve por la vía del pensamiento. De ahí que hayamos dicho más arriba que lo fantástico no es una literatura que especula, sino que nos ofrece imágenes o símbolos que afirman, que no discuten. Y sostenemos esto a pesar que utilice, como medio de expresión, algo que -en palabras de Voglino- no le es propio: la novela. Mas, ¿qué otro vehículo podría emplear sino éste?

Pero de nada serviría esta literatura si no introdujera en ella el elemento religioso.

Porque estando hoy el Mito perdido, la Religión nos lo recupera; porque habiéndose rebelado el mundo, los lugares y los días se han desacralizado; porque las ciudades y las obras del hombre sin alma han quebrado la Naturaleza, la han devastado y reducido a la indefensión; porque la visión se ha ocultado y el saber se ignora. Ante tales cosas, la Religión ha surgido como la reconquista que la misericordia de Dios envía al mundo, para penetrar en su ámbito ahora ya hostil y desgajado de su Unicidad. ¿Qué otra cosa significa Religión, sino "religarse"; volver a la Unidad; volver a unir lo que está separado? Religión es, así, retorno a la normalidad del principio o a la antigüedad primordial, pero que, en su instauración, no tiene más remedio que verse envuelta en un comportamiento de violencia. ¿Puede ser de otra manera la intromisión en un campo enemigo? Así, al menos, son siempre recibidos los profetas y los enviados del cielo; por muy pacíficos que estos sean son siempre rechazados (Schuon). Cristo dijo: Yo he venido a echar fuego en la tierra, ¿y qué he de querer sino que se encienda? (Lucas) No he venido a traer paz, sino espada (Mateo). Y esto quiere decir: "no he venido sino a dividir o a distinguir"; "no he venido sino a recuperar y rechazar". Por eso, la Religión, al entrar en la Tierra y deambular en sus regiones aéreas y profundas separa, por un lado, tiempo y espacio profanos, a la vez que desiguala a los hombres marcando a los fieles de los que no lo son. En este estruendo de guerra metafísica, el Templo y la Fortaleza tendrán que ser a la fuerza como joyas en medio del baro, donde aisladamente el Cosmos vuelve a reflejarse reintegrado, donde se recluye el Paraíso perdido.

Fuera de estos puntos de lealtad y resistencia, por otra parte localizados en tiempo y espacios antaño ya consagrados por los Mitos, en casi todos los casos, queda la "naturaleza perdida", queda "el desierto", donde los demonios imperan o el hombre revolucionario extiende su fealdad y destrucción. Y a donde, en todo momento, sabiendo que se dirigía a un campo de batalla abierto, entraba el monje o el ermitaño solitario: vanguardia en el frente de la guerra oculta, fiel a la doctrina del monacato primitivo. O a donde el Caballero andante salía a la lucha exterior, frente a toda forma de monstruosidad, diabólica o humana, como expresión de su propia combatividad interior en aras de purificarse, contra el miedo, la comodidad y la soberbia. Y no por haber sido nunca, tanto el ermitaño, como el caballero, desertores, es por lo que la literatura fantástica los ha rescatado como protagonistas centrales en sus relatos. Lo fantástico es, ciertamente, una recuperación del Mito, pero en clave religiosa, pues no podría ser de otra manera. Se ha dicho, hasta la saciedad, que el ejemplo más claro y extendido, por el cual el Mito ha vuelto a sobrenadar en las conciencias, se lo debemos a J.R.R. Tolkien: un escritor ejemplarmente creyente. Y, así, cuando alguien llegó a preguntarle sobre la esencia de su obra cumbre -El Señor de los Anillos-, Tolkien contestó en una carta: El Señor de los Anillos es, sin duda, una obra fundamentalmente religiosa y católica. Se llama así, Religión, al camino de sacrificio trazado en la noche. Él es la senda en el Bosque, él es el Castillo, el Templo y el Monasterio; él es la Cueva, donde se atesoran ahora las gemas antiguas, pero a las que no se puede llegar fácilmente, sino a través de un enemigo poderoso: el Dragón terrorífico y devorador, al que hay que matar o domesticar. Sin esta Via Brevis no tendríamos luz y nos perderíamos; nunca podríamos saber qué fue el Mito primordial, ni llegar a su reactualización. Esto lo entendió bien la Edad Media, la Alta Edad Media. ¿Es casualidad que lo fantástico busque, precisamente, en esta etapa histórica de Europa la fuente más genuina de su inspiración? Como ya aconteció a lo mejor de los autores románticos, como Becquer, Heine, Hoffman, los hermanos Grimm, Andersen,... sucede ahora igual con los autores como Yeats, Machen, Chesterton, Dunsay, Williams o Tolkien, porque no podemos olvidar que la literatura fantástica es la fiel heredera de la literatura romántica.

En efecto, es en la Edad Media donde de una forma veraz confluyen, llegando a una fructífera alianza, los residuos visibles de la era mítica-pagana con la realidad del Cristo crucificado: no muerto, sino invisibilizado por la acción de rechazo del hebraísmo oficial, ayudado por la ignorante indiferencia del también oficial paganismo romano. Si la sangre del Cordero cae sobre los judíos y sobre el Templo, rasgando el velo y agostando la Tradición mosaica, también hace arrasar el Imperio de Occidente con los bárbaros, y no duda en aceptar su unión, con ellos, tendente a preparar -siempre envuelto en el fragor del gran combate cósmico- una nueva Edad, enlazándose con el Celtismo: la forma más pura y frecuente de paganismo que haya existido de entre todos los pueblos europeos (Yeats). El símbolo definitivamente claro de tal alianza pagano-cristiana lo tenemos, ante todo en la leyenda del Graal medieval y artúrico. Leyenda céltico-cristiana en la cual, un misterioso recipiente, custodiado en una Fortaleza, ya visible, ya invisible -arquetipo del Paraíso Terrenal-, contiene la sangre de Cristo: luminosa y vivificante. Tras el Graal toda la Caballería andante se pondrá en camino: Sir Gawain, Sir Lancelot, Parsifal... Igualmente céltico-cristiana es la tradición de San Jorge y el Dragón. Gracias a este prodigio histórico volverán a aparecer con frecuencia los duendes y las hadas, en una época en que los cristianos respetan a sus Santos y los caballeros combaten inspirados en la pureza de María Santísima. Es la Edad Media en la que San Columba, el evangelizador de Irlanda, eleva sus plegarias al cielo desde los centros sagrados del paganismo celta, en la seguridad de que sus oraciones llegarán así antes a Dios. Es el Tiempo en el que todavía es localizable el Purgatorio en la tierra. Es la Época de la discreción de espíritus, de la viabilidad libre de las Apariciones y de la búsqueda y señalamiento del Diablo, que retrocede... El Celtismo y el Cristianismo, de esta suerte, hicieron nacer la Edad más genuinamente europea que haya existido desde los tiempo prehistóricos: Media, en cuanto centro difícil entre los extremos; Media, en cuanto punto de estrechamiento, acopladamente tranquilo entre Oriente y Occidente. Esta es la Europa, en definitiva, centrada en sí misma y que de preferir algún lejano acuerdo de los precedentes escogerá antes a Grecia que a Roma.

Esta llamada Alta Edad Media que los tratadistas, como Le Goff, preferirán llamar también, no sin falta de razón, Antigüedad, con lo que, entre una y otra expresión, podríamos decir o rebautizar: Antigüedad Media, en virtud del símbolo que para nosotros tiene esta segunda palabra... esta Alta Edad Media, como decimos, comienza a ser desplazada por la Baja Edad Media, y aunque en ella se conserva todavía mucho del antiguo espíritu, comenzará entonces a incubarse los gérmenes renacentistas y de la modernidad. Para empezar, el espíritu caballeresco decae y, si en el siglo XIII, el Purgatorio se manda definitivamente al más allá post-mortem y a partir de este tiempo el llamado Purgatorio de San Patricio, situado en la sima de una Isla del Condado de Donegal, en la céltica Irlanda, decae en un simple foco de atracción de peregrinos. En este mismo siglo XIII decrece el interés por la lectura del Libro del Apocalipsis de San Juan, todo un síntoma. Se ensombrece el acceso al Paraíso terrenal y se va reduciendo su población a dos personajes: Enoch y Elías, hasta que poco después ya casi nadie sabe dónde se encuentran esos dos; Dante apenas hablará ya del Paraíso Terrenal en La Divina Comedia... Y con el Renacimiento, el mundo se prepara para una descristianización y despaganización real. En verdad, no renace nada del espíritu antiguo, sino que con el humanismo el hombre comienza a dar más importancia a su "yo" individual y a su protagonismo en el mundo llegando a desdivinizar el trueno y el rayo (Meyrink). La Ciudad, el Comercio y la Corte eclipsan al Monasterio, al Castillo y al Bosque. Ya el pensamiento comienza a concebir las modernas utopías científicas del racionalismo. De nuevo, la naturaleza de las cosas se violenta, surgiendo otra era de ceguera o de invisibilización. La literatura fantástica, después de los años, se opondrá a este signo de los tiempos, fiel a sus orígenes fundamentales, míticos y religiosos aquí expuestos. En ella predominará la esperanza del nacimiento de una nueva Edad Media, remontándose al interés por el Apocalipsis. Y con él, asumiendo, no sólo el retorno de Cristo -el Sol Invicto-, sino viniendo junto a Él, también, todos los Reyes legendarios que esperan en el Paraíso y Arturo, el Caudillo celta, oculto e inmortal...



Lo diabólico

Si noble sumisión, la fidelidad atraen hacia el orden exterior al Espíritu invisible y denuncia la presencia de los demonios allá donde se encuentren, con el orgullo humanista, la desobediencia y la soberbia se oculta al Espíritu, mientras que lo demoníaco sale de su guarida. La rebeldía racionalista pretendió sacar fuera del mundo, lanzar al más allá, tanto a lo divino, como a lo diabólico. Quería quedar libre de cualquier servidumbre, vivir independiente y con autonomía, en paz y cómodamente, lejos de sentir las sacudidas del Cosmos que arde en una batalla universal casi desde el principio; batalla, de la que se ha hecho eco, como nadie, Tolkien en el Silmarillión. Pero no ha ocurrido así. Es cierto que el Espíritu no ha muerto, pero también es verdad que el hombre, con su mentalidad revolucionaria, ha provocado su retirada quedando, de este modo, entregado a su suerte y desprotegido. Sin embargo, el espíritu diabólico, en tal situación, ha encontrado facilitada su penetrabilidad, que ha aprovechado sigilosamente. Y justo ahora, cuando lo tenebroso inspira a los hombres engreídos su no existencia, los autores de lo fantástico, salvo rarísima excepción, insisten en denunciar la presencia operativa del Diablo y de sus monstruosidades, señalándolo en la cima de su apogeo.

De hecho, para la literatura fantástica, no es posible sustraerse a la neutralidad dentro de esta gran guerra oculta y de dimensiones cósmicas. Una vez más lo fantástico nos enseña que el hombre de este mundo no puede quedar en la tibieza: o se diviniza o se sataniza. Caída la Edad céltico-cristiana e inaugurado el Renacimiento y con él las revoluciones que todos conocemos, las cosas humanas se han venido satanizando: la política, la ciencia, la economía...

Es curioso, y esto lo saben todos los lectores de esta literatura, que las novelas de lo fantástico despiertan en quienes a ellas se acercan una clara repugnancia por la política moderna, sin tener por qué hacer distinción de sistemas o de partidos. Ello podría parecer chocante a primera vista pero toda duda se disipa conociendo, por ejemplo, lo que el sociólogo alemán Max Weber afirmaba sobre la cuestión política. Eso nos bastará. Weber, en el Político y el Científico, decía que, tarde o temprano, quien hace política pacta con los poderes diabólicos que acechan en torno a todo poder... quien busca la salvación de su alma y la de los demás que no la busque por el camino de la política... porque... el genio o demonio de la política vive en tensión con el dios del amor.

Similar consideración le depara la literatura fantástica al tema científico. En efecto, la actividad científica es una moderna, a la vez que mágica, fuente de poder. Ella también ha sido usada por el hombre como vía de usurpación y de autonomía, en relación con el Espíritu, por eso también se ha diabolizado. De este modo, la ciencia dista mucho de ser beneficiosa para la vida humana, transformándose en puerta favorable que libera a la fuerza oscura que acecha desde la sombra, desde las estrellas o el abismo. Así, por ejemplo, Lovecraft, en Las montañas de la locura, sostiene cómo una atrevida e ignorante expedición científica puede con su perturbación, desencadenar potencias infernales primitivas, encadenadas o distantes. Asimismo, también en Robert Bloch, con su pequeña obra: La sombra que huyó del chapitel, donde lo maléfico, con toda su tenebrosidad, encarna en la persona de un científico atrevido y amante de lo mágico. El científico de Bloch, ya diabolizado, conserva una aparente y ambigua inocencia, no dedicándose a otra cosa que difundir, con febril actividad, su saber atómico y nuclear, haciendo pensar que lo hace para ayudar a la humanidad, pero a la que conducirá a su inexorable y propia destrucción El científico oscurecido lo sabe y por eso actúa. Y en igual orientación podríamos seguir con Gustav Meyrink en La Casa de la última farola, donde se publica un cuento inacabado y en el que Steen, uno de sus personajes, será también la encarnación de un diablo que tendrá por misión -valiéndose del psicoanálisis- no hacer el bien, antes al contrario, introducir en sus víctimas una especie de despertar invertido para llevarlas a la confusión espiritual en forma de "complejos", a la vez que procurará, mediante hábiles encubrimientos científicos, demostrar que los demonios sólo existen en la imaginación de los enfermos mentales.

En cuanto a lo económico, el industrialismo ha conducido a la explotación y la devastación de la Naturaleza, amén de haber esclavizado al hombre al salario y encerrarle en el gusto por el consumo, una sutil trampa que el presente tecnológico ha incrementado. Así es, en la obra de Tolkien, Melkor, un Ainur -especie de Ángel Caído-, que se ha convertido en el Supremo Señor Oscuro por obra de la distorsión de su codicia de poder; así es Sauron, un servidor de Melkor, y Señor de los Anillos del Poder... Melkor y Sauron son los corruptores de la Naturaleza, el sacudimiento del mar y de la Tierra. Con sus afanes de riqueza arrebatan la luz del mundo, poniéndola, en la mayoría de las ocasiones, en la custodia de los dragones, que marchitan todo lo que es verde y agradable, pues estas creaciones de Melkor fueron hechas para perturbar el mundo y tronchar los bosques. Para Meyrink esta postura de avidez de riqueza mal sana, de apegada mezquindad, como en Tolkien, en Lanza de Vasto y en tantos otros "Matará" el alma haciendo de nuestros contemporáneos seres que no buscan la vida eterna. Meyrink dirá: ellos tratan de convertir el oro de la inmortalidad en grasientos billetes de banco.

Es la usurpación del Poder lo que se considerará diabólico en toda la literatura fantástica. Y es en este punto fundamental sobre el que Tolkien levantará toda su obra. El Hobbit, El Señor de los Anillos, El Silmarillión,... y en cuyos relatos los héroes no tendrán apenas otra misión que la de resistir al mal, a la tentación del Anillo y salir en su búsqueda para arrebatarlo de las potencias infernales y restituirlo a su primitivo origen, afectado por su servidumbre infiel, de maléfica contaminación. Este es el sentido, excluyendo todo anarquismo, que tiene en Tolkien la guerra contra el poder, tal como, por ejemplo, la expresa en la balada de Leithan, en el Silmarillión.

Este tema de la presencia de los demonios podría alargarse mucho, ya que cada autor de lo fantástico lo trata con muy diversas variantes. Así: Bouquet recordándonos -en contrapartida con el Espíritu- que los espíritus demoníacos son visibles; a Gogol, le procurará la existencia de lo diabólico en la Tierra; mientras que Machen, un celtizante a ultranza, tembién ahondará en la esencia del terror e influirá poderosamente en Lovecraft y éste, a su vez, a M.R. James, a August Derleth y a todos los cultivadores de los Mitos de Cthulhu; por su parte C.S. Lewis, recurrirá a Merlín -el mago inseparable del Rey Arturo- para combatir y vencer a Satán que reina en la Tierra; otros tendríamos también que nombrar, como: Th. Owen, Nerval, Ewers, Hodgson, Allan Poe, Huysmans, S. Rohmer,... Sin que pudiéramos olvidar la temática fundamental sobre el vampirismo tratado por Claude Seignole, que sitúa el infierno en nuestra tierra o por Alexei Tolstoi, un ruso que busca el bogatyr, el Graal de los eslavos, por citar dos extremos entre Sheridan Le Fanu, el creador de Carmilla, la mujer vampiro, y Bram Stoker que, con Drácula, nos a a conocer el vampiro por excelencia: Drakul, en dialecto local significa "Diablo". Stoker nos muestra al "diablo" que por vez primera vuela en la noche, no con las alas de un ángel, sino con las de un murciélago.



El Héroe

La condena del héroe en la historia, reduciendo su función a la nada o haciendo rodar su cabeza, rompió con la idea aristocrática de equilibrio, orden o armonía educativa, tan necesaria en el seno del movimiento de la vida, violenta desde el principio de la Creación. Asimismo, el rechazo del héroe, acabó con el espíritu despierto, vigilante y defensivo, tan imprescindible para el guarnecimiento de una Comunidad y de cada uno de sus miembros. Y por último, esta pasión anti-heroica, reflejada tantas veces, hizo todo lo que pudo para secar la vocación de exigencia interior, cualidad imprescindible para que cada ser humano pudiera completarse, en la medida de su personalidad. Estas negaciones, lejos de haber sido benefactoras, han favorecido una enfermiza y creciente agitación, social y psicológica; han permitido la diabolización del mundo y han dado carta de naturaleza a toda imperfección, facilitando el crecimiento del hombre sin cualidades eminentes, del hombre-masa del que hablara Ortega. Ante todo ello, la literatura fantástica nos vuelve a proponer una respuesta generalizada: el retorno del héroe, y esto en la consciencia de ser la única esperanza.

El héroe, para lo fantástico, queda claro que es un benefactor y un servidor de los demás, en la doble vertiente de existencia exterior y metafísica o interna. Pero, ahora bien, ¿quién puede ser héroe y quién debe serlo? La respuesta a estas dos preguntas, en una, no deja de merecer nuestra atención. Veamos. Si leemos la trilogía de Corum, uno de los héroes de Moorcock veremos que un héroe puede serlo un superviviente de las razas antiguas que se ve forzado a luchar por su existencia frente a la extinción. Para Tolkien héroes pueden serlo: los Ainur -especie de Ángeles primordiales del Dios Supremo Ilúvatar-, los elfos -raza bella y superior de seres permanentes-, los hombres mortales, los enanos -creados por deseo de Aulë, uno de los Ainur-, los apacibles hobbits y los magos, como Gandalf. Y hasta los niños pueden ser héroes, como en La Historia Interminable de Michael Ende. Así pues, todos sin distinción.

Todos pueden ser y todos deben serlo también. Lo heroico debe acompañar la entraña del alma de cada ser. Sin embargo, aquí cabe alguna apreciación, porque, de entre todas las razas que pueblan el Reino de Fantasía, sólo el hombre necesita de la asunción heroica para completarse en cuanto persona. Todos los demás deben ser héroes, en función de las circunstancias, viendo si éstas se lo piden y dando el ejemplo con sus respuestas, no huyendo o desertando jamás. Mas, si tales situaciones no se presentan, no por ello dejarán -estos seres- de ser aquello que ya son.

Sólo el hombre, sin lo heroico, queda inacabado. Diríamos así, que el ser humano precisa de ser héroe, no en función de tal o cual circunstancia, sino para terminarse en cuanto a hombre, en cuanto persona. La tarea de héroe es, por consiguiente, para él, imprescindible. Sin ella es como si nuestra propia escultura quedara por concluir, imperfecta. En efecto, un elfo es siempre un elfo, en el momento mismo de su creación; un hobbit es siempre un hobbit, en idéntica ocasión; pero un hombre nace inacabado, teniéndose que terminar en vida por la acción heroica, ya sea mediante la espada o sin ella. Y he aquí la razón de por qué el hombre tiene el mayor riesgo, de su existencia peligrosa, entre afirmarse con humildad en la tarea de su cooperación con la realidad divina, en aras de su creación, o caer víctima del orgullo de creerse capacitado para crearse a sí mismo, emancipándose de los dioses, de los Ainur, o de Dios.

Habiendo llegado a esta conclusión, nos encontramos con que la palestra heroica adquiere todos los rasgos de una prueba por la que cada cual debe de mostrar su solicitud ante la muerte, expresada aquí, no en términos tétricos, sino de desprendimiento absoluto. Y es precisamente esta predisposición ante la muerte, con ánimo resuelto y dominado, lo que derrota a la potencia maléfica. Reflexionando sobre la "mitología" del Silmarillión y sobre la caída luciferina, sacamos algunas ideas valiosas. Si la muerte es la expresión del verdadero sometimiento de los que son fieles a su Dios, puesto que sólo por ella pueden divinizarse y entrar en el silencio de la Unidad divina, Melkor, como Lucifer, rechazan la muerte, dado que, uno y otro, aman el "yo" de su individualidad ad eternum, cayendo en la trampa de su propio reflejo momentáneo, que es la vida a distancia del ser Supremo. La finalidad de ambos, con relación al resto de los seres inteligentes que pueblan también el Cosmos, será bien clara: intentar que éstos rechacen la idea de la muerte y exalten la vida en su apariencia, en su exterioridad, ahora ya desligada de lo íntimo. Y para ello, nada mejor que introducir el relajamiento en el mundo, y, a la vez -como escribe Tolkien-, arrojar la sombra sobre la muerte, confundiéndola con las tinieblas, a fin de hacerla despreciable e infundir pavor. El rechazo a la muerte y el miedo pasaban, así, a configurar el patrimonio demoníaco de Melkor, Sauron y todos sus seguidores, por los cuales crecían en apego, en codicia, en afán de poder y de existencia separada de Ilúvatar y de los Ainurs fieles. Y éste era el patrimonio -no otro- que Melkor y Sauron pretendían repartir entre elfos, magos, hombres y hobbits.

Para los elfos, seres amantes del mar, los bosques, las estrellas..., Hijos de Ilúvatar, creados para permanecer sobre la tierra hasta el final de los tiempos, que no conocían el miedo y que no morían, a no ser que los mataran o que les consumiera la pena, la prueba no consistía sino en ser diligentes ante cualquier peligro, generosos y valientes ante el combate, donde tenían que demostrar siempre estar dispuestos a entregar, en sacrificio heroico, guerrero, una vida valiosa, pues de lo contrario, de no poder abatir a Melkor o a Sauron y quedar vivos en el combate, pasarían a engrosar la compañía de los Orcos: antiguos elfos esclavizados por el poder de las tinieblas, sin duda por haber rechazado la muerte.

Pero, probablemente, de entre otras, las más grandes hazañas heroicas del Reino Fantástico, en esta confrontación para liberarse del mal, nos la ofrecen las pruebas a que son llamados los niños-héroes de Ende (Atreyu y el pequeño lector Bastián Baltasar Bux); los diminutos seres Jen y Kira, únicos supervivientes de la raza Gelfing, según el film El Cristal Oscuro, imaginado y dirigido por Jin Henson; y por último, los famosos hobbits: Frodo, Bilbo, Egidio de Ham... salidos de la pluma de Tolkien. Todos ellos son los seres más indefensos, y al mismo tiempo los más amantes del cuidado, los menos familiarizados con la heroicidad real, con el sonido y brillo metálicos; los entregados a una mayor despreocupación y comodidad, y los más vulnerables al miedo. Y con ser esto así, la literatura fantástica los llamará a la acción heroica más difícil, porque sus triunfos dañarán aun más el orgullo necio del mal gigantesco, teniendo, por ello, sus trabajos de restauración más grande eficacia. Sobre sus espaldas se echa la responsabilidad más grave: sobre los niños de Ende, nada menos que la de salvar al Reino de la Fantasía; sobre los gelfing Jen y Kira todo un misterioso Apocalipsis con su final u su principio integrado y restaurador; y sobre los hobbits Frodo y Bilbo la destrucción de los Anillos del Poder diabólico. La clave de por qué esto tiene que suceder así nos la da Mithrandir (o Gandalf), el mago bueno enviado al mundo por los Ángeles - Ainur, para contrarrestar el Poder de la Sombra y para ayudar a los habitantes de la Tierra donde Sauron escogió su morada. Fue la humildad la que abatió la soberbia; fueron el esfuerzo, la entrega, el sufrimiento, de quienes no eran héroes por naturaleza, los que abatieron el orgullo; fueron la sencillez, el ingenio y la aventura a regañadientes los que hicieron caer estrepitosamente a la vanidad y recobrar incluso sin saberlo, el viejo estilo de la Caballería rural, frente a la afectación de la Corte (Egido de Ham). En los tiempos finales, las profecías de Mithrandir no dejaban lugar a dudas: la ayuda llegará de manos de los débiles cuando los Sabios hayan fracasado (Silmarillión).



La prueba en el hombre

Y, por fin, hablemos de la prueba en el hombre. Dentro del orden que reconoce la fantasía, el hombre es el único personaje que para ser aceptado en el Cielo, o para ser reconocido digno por los demás y saberse él mismo persona, necesita ineludiblemente haber pasado por la prueba. En ella, el hombre conquista su purificación. Es en la prueba donde la persona saca a relucir lo que es. Y esto es tan fundamental, tan imprescindible a su vida, que -sin ella-, ni los hombres, ni los Ángeles, ni Dios pueden, en verdad, conocerlo y valorarlo. El mundo actual, en cambio, no quiere saber nada de la prueba, por eso tiene que conformarse con conocer al hombre y conocerse a sí mismo, no en cuanto es, sino en cuanto a apariencia.

Por existir, la prueba ya era una realidad en el Paraíso (vid. Nuestro artículo en el nº 8 de Cielo y Tierra, sobre los Juegos Panhelénicos). Mas en el Reino de la Fantasía -este peligroso país, (Tolkien)- cobra el sentido de un nuevo juego, no ya tranquilo, sino arriesgado y peligroso. Se perfila, de este modo, como una especie de Purgatorio en vida que, no sólo completa la perfección del hombre puliéndole de sus rugosidades, sino que, además, introduce en la mente humana el elemento de lucha aristocrática, de cooperación humana con la divinidad para la propia salvación. Es curioso que la presencia del Purgatorio se haya mandado lejos, hacia el Cielo post-mortem, coincidiendo con el triunfo de la urbe frente al campo, en la Edad Media final, y con el primer albor de los valores y estilo anti-heroicos de la burguesía y de otros seres desarraigados. Pues al echar el Purgatorio de la Tierra, se abolía la exigencia de la prueba y se preparaba una ilusoria civilización sin molestias, hedonista, divertida y de falsos humildes, pues lo burgués y lo plebeyo, son justamente lo contrario, magistrales ejemplos de soberbia: ¿acaso ellos, con sus revoluciones, no han cercenado todo Principio Superior, toda Autoridad de lo alto? ¿No han abolido la presencia de Dios para no tener a quien doblegarse y someterse? ¿No es la revolución una rebeldía contra la Obediencia, a los Reyes, a los Señores, a los Santos...? ¿No han tronchado estos tipos humanos incompletos el Poder que viene de arriba, usurpándolo con el poder que brota de abajo? Con ello, el mundo cerraba definitivamente el camino de recuperación del Paraíso, conformándose con un simulacro de complacencia diabólica. Porque nadie más satisfecho con la caída de la prueba que el Señor Oscuro.

Para los héroes, la vida era, por consiguiente, un Purgatorio en la Tierra: un atravesar el agua de la limpieza, fecundidad y transparencia simbólicas y rituales, y un atravesar el fuego devorador y purificador a la vez. La misma Iglesia cristiana había participado de esta Tradición haciendo descender "a los infiernos" al mismo Cristo, no porque este lo necesitara, para probar a todos que era Dios, y para reenseñar que el viaje a los infiernos, de ida y vuelta, completaría al hombre y lo transformaría, de simple mortal condicionado en ser inmortal y divinizado. "Yo digo: Dioses sois", recordaba el Crucificado a sus seguidores. Pues bien, esta Tradición cristiana, mantenida por San Gregorio Magno, llegaría a su máxima expresión en el llamado Purgatorio de San Patricio, que tan enorme penetración tuvo en todos los escritos y tratadistas más relevantes de la era medieval (Santiago de Vitry, Esteban de Bourbon, Humberto de Romans, Jacobo de Varazze, Gossouin de Metz), pasando también, sin duda, por Dante y llegando hasta Calderón de la Barca que le dedicó una pieza teatral.

Es importante esta referencia al Purgatorio de San Patricio porque en él, no de una forma literaria, sino histórica, queda patente el broche céltico-cristiano de que antes hemos hablado, y la posibilidad real de una iniciación heroica y caballeresca que, como veremos, llegará a marcar a muchos autores de esta literatura de lo fantástico, incluso a escritores de este género que poco tendrán que ver con el espíritu de la Caballería como en Bloch o en Lovecraft.

Estando Patricio evangelizando a la céltica Irlanda y viendo los escasos progresos que realizaba pidió ayuda a Jesucristo. Este se le apareció y le mostró el lugar de una fosa o un pozo redondo y oscuro, dentro de una cueva, y le dijo: -quien movido por un auténtico espíritu de penitencia y sacrificio, pasare un día y una noche en aquel agujero, resistiendo las peligrosas acechanzas de los demonios, venciendo las visiones del infierno, con sus torturas, y viendo también las alegrías del Paraíso y de la Vida Eterna, saldría de aquel sitio completamente transformado. Se trataba, en efecto, de una ordalía o juicio de Dios medieval tan del gusto pagano-cristiano, y mediante el cual se verificaba una iniciación o prueba peligrosa. Esta prueba conducía a la conquista y la afirmación de la victoria del hombre sobre el miedo, pues las visiones demoníacas no tenían por finalidad causar dolor físico o moral, sino paralizar infundiendo pavor. Un monje, a la entrada del recinto, recordaba que, con la ayuda de Cristo, invocando su nombre, se podría resistir y triunfar, pero en caso contrario, el Caballero podría llegar a desaparecer, como a otros visitantes les había sucedido. La Tradición nombra al primero en lograr la gloria en este "descendimiento" restaurado. Se llamaba Owein, joven guerrero, que en la pieza calderoniana toma el nombre hispano-gótico de: Ludovico Enio, caballero igual que Owein.

Contemplamos así que esta idea de prueba consiste en un viaje a los infiernos, de ida y de vuelta; una concepción que no puede identificarse con un salir de huida o de abandono de lo propio. Más bien, lo contrario: un viaje que tiene que demostrar si un hombre es valiente o si no lo es. En El Silmarillión este principio de prueba, de ida y de vuelta, es fundada por Beren, un hombre para quien el amor hacia una dama elfo está condicionado al éxito de su empresa: recuperar el anillo-silmaril en poder de Melkor. El amor, bajo esta óptica, quiere decir premio, no una cualidad que se adquiere sin más.

Por otro lado, destaca, en este aspecto, el principio de la soledad o del caballero o héroe solitario, cuestión, que la literatura fantástica tomará igualmente del medievalismo céltico-cristiano. Con ello, primeramente se sostiene, que los "trabajos" de salvación y purificación no son tareas colectivas, sino singulares y, segundo, el hombre debe actuar sabiendo que se ejercita en un mundo en el que ha tenido lugar la invisibilidad del Espíritu, por la rebeldía del hombre y del diablo y, por lo tanto, tiene que resignarse a vivir en la prueba "solo", confiando todo a sus fuerzas, pero en la esperanza de intuir que el Espíritu no ha muerto, sino que le acompaña e incluso le ayuda en silencio. De esta soledad trata toda la literatura fantástica, pero también las victorias que de ella se desprenden, tan extraordinarias, tan superiores, tan misteriosas, que no podrían producirse si el héroe, aún sin darse cuenta, no fuera favorecido por la presencia del Espíritu. Sin embargo, esta soledad supone asimismo un peligro, ya que el héroe creyéndose falsamente aislado en el mundo y acompañado de su fuerza, belleza e ingenio, puede llegar a precipitarse en el engreimiento. No le sucede esto, ni a Conan el Cimmerio de Howard, ni a los elfos, hobbits y héroes de Tolkien, ni siquiera al salvaje de Burroughs -Tarzán-, quien, en un primer momento atraído ante el descubrimiento de la idea del Dios desconocido, termina finalmente creyendo que aquel Ser Supremo existe, aunque no sepa bien dónde descubrirlo o hallarlo, pero que en todo caso permanece desconocido, inconcebido para sus, hasta cierto punto, enemigos, los negros. Pero sí cae en esa trampa Corum, el Caballero antiguo de Moorcock, que, celoso en su solitaria individualidad, protesta contra la instrumentalización de que puede ser objeto por parte de los dioses del orden o los dioses del caos en sus guerras.

Esta percepción de la proximidad o lejanía que los héroes solitarios tienen en relación con el Espíritu Invisible o alejado, nos lleva a iniciar la reflexión sobre la cualidad heroica. En efecto, hay campeones en exceso brutales, de un barbarismo muy primitivo, que tienden a manifestar o enseñar que la fuerza sobrehumana que poseen reside en su "naturalismo" físico o muscular, como son los casos de Conan y de Tarzán. Y, en cambio, tenemos a héroes más delicados, de una barbarie más refinada, cuya fuerza, también sobrehumana, es intangible, sutilmente espiritual. Es la potencia de quieres no tienen rostros fieros ni curtidos, ni brazos de acero, sino semblantes encendidos, como los elfos, como Gandalf... La imagen del Dragón se presenta, ante unos y otros, de forma bien distinta. Así podemos ver a las monstruosidades con las que Conan se enfrenta y que son destrozadas por la descomunal espada, o aplastadas, desencajadas o ahogadas por la maza de sus puños y brazos. Mientras que, por ejemplo, los Dragones que nos presenta Tolkien ante sus héroes hobbit pueden llegar a ser derrotados o burlados por el vigor del ingenio. Es la doble vertiente heroica del "lobo" y del "zorro". Conan tendrá un poco de zorro, pero su peculiaridad de "fuera de la ley" solitario, enfrentando a la civilización y saqueando las ciudades, serán de lobo. Y como Ham, el perro lobo enviado por los Ainur, ambos sabrán vencer derramando la sangre con sus dientes. En cambio, Egidio, el granjero tranquilo del Pequeño Reino, será ante todo un "zorro" que vencerá al Dragón con astucia, llegándolo a domesticar y ponerlo a su servicio. Vemos, por tanto, que el Dragón requiere en su combate, dos tipos de héroes: uno exterior y otro interior; uno fuerte para matar o aplastar a la serpiente y otro sutil para quebrar sus alas, porque el dragón es eso: Serpiente alada. Esto quiere decir que su aspecto fiero está en relación con su inteligencia envolvente y que sólo un héroe que en sí mismo reúna ambas dimensiones: fuerza y astucia espiritual, estará en condiciones de vencerlo verdaderamente. Pero a esa victoria del "lobo" y del "zorro", a fin de no quedar en una sacralidad predominantemente horizontal, se le incorpora, además, la verticalidad de la pura mansedumbre del "cordero", dando a tal victoria una absoluta trascendentalidad. Por eso, tradicionalmente, es San Jorge el vencedor del Dragón por antonomasia mítica y religiosa, esto es: el héroe cristiano que, asumiendo en sí a la barbarie de la brutalidad sin cortesía y a la barbarie del antiguo y primitivo paganismo del Bosque, del Mar y de la Cueva, lo funde todo ello al espíritu dulce y delicado, a la inteligencia pura y a la misericordia. Confluyen en él, de este modo, una vez más, los elementos célticos y cristianos para proponernos la síntesis final del Caballero perfecto, ideal de la Edad Media, el tiempo que fue, como se ha dicho, verdadera alquimia y punto de unión de los contrarios. Y es este el ideal que salta hasta nosotros, pasando por las novelas de lo fantástico de manera nocturna, callada, y que nos invita, como lo hace Tolkien, a ver nuestro mundo actual como una "tierra media" y donde, sin casi saber cómo, podemos volver a encontrar al Dragón cultural: aquel que ha encubierto su fealdad y fiereza bajo sus envolventes alas. Redescubrir este mundo como prueba y no como falso paraíso es una de las principales aportaciones de la literatura fantástica contra esta civilización ennegrecida.

[Texto publicado en la revista Punto y Coma, Diciembre 1985-Enero 1986]
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